En Colombia se conocen los
casos más alarmantes de violación de DD.HH. en cuanto al contexto del conflicto
armado se refiere. Sin embargo al hablar sólo de las balas, los crímenes de
Estado y la eterna disputa ideológica que nos ha dividido en bandos
enfrentados, olvidamos erróneamente que detrás de todo ese marco ilegal hay
niños reclutados, secuestrados civiles y de la fuerza pública, poblaciones
destruídas y víctimas mortales, desplazados y mutilados por minas antipersona
que demandan de manera urgente la reparación a su daño, compañamiento de los
diferentes órganos de control del Estado.
Por el contrario, la
justicia, verdad y reparación no ha sido tan acertada como se planeó en la
teoría, pues llevamos años indultando a los diferentes grupos al margen de la
ley, siendo las víctimas esa cuota de sangre obligada en esta famosa lucha
antiterrorismo, pero a la vez, el capítulo prohibido en las legislaturas
nacionales, los diálogos de paz, el diario vivir, los libros de historia y la
agenda unilateral del gobierno de la prosperidad democrática.
De ésta manera y según el
reporte difundido por el Miami Herald en diciembre de 2012, Colombia es el país
latinoamericano con mayor número de desaparecidos por encima de la guerra sucia
argentina y la dictadura Pinochet, en Chile, dando un portazo a la defensa de
los derechos humanos, el estatuto de Roma y todos los tratados y convenios
internacionales.
Mientras no se emprendan
acciones judiciales, nuestro conflicto seguirá siendo cifras, notas
periodísticas, comunicados oficiales y análisis de abogados penalistas y
cientistas políticos. Y esa no es la vía de la paz.
Por eso el primer paso que
por obligación se debe dar en la ruta hacia la resolución del conflicto armado
colombiano, es el reconocimiento legítimo de todas las víctimas sin excepción,
ni proselitismos políticos, la posterior reparación y debida judicialización de
los victimarios. De lo contrario pasaremos otro medio siglo en el mismo
pantano, en el que estamos hace más de medio siglo, haciendo fiel cumplimiento
al adagio popular que quien no conoce su historia, está condenado a repetirla.